Para
la luna los días previos, la noche le parecería un trámite. Ya hacía
un tiempo que las estrellas se confundían con el sol mañanero sin que pudiera
pegar un ojo mientras, esas mismas mariposas que uno siente en el estómago
cuando está enamorado vuelven a revolotear por ahí, terminando de carcomer
todos los nervios.
Mi mente, que tantas veces había volado con verte entre los más grandes, ahora
estaba ocupada repasando todo lo que me diste desde el día en que me viste
nacer. Allá por marzo del 83. Soy joven, lo sé. Quizá no vi o no recuerde con
detalles exactos pasajes históricos que nos marcaron a todos, pero de los que sí
supe hacerme cargo y ponerme esa mochila que hoy con orgullo porto.
El rocío de la mañana humedeció el boleto de ida que arrugado entre mis dedos
esperaba a ser cortado en la puerta del micro. El gorrito de lana de la vieja.
Esa bandera con olor a cancha y asqueada de victorias, acompañaban a mi
camiseta quemada por el fuego de las bengalas en una tarde de locura de goles
para que no me sintiera solo en la entrada de mi segundo hogar...
Ya estaba todo preparado. Gorros, banderas, binchas, camisetas, papelitos,
canciones, pasión... La caravana comenzó a rodar llevando consigo almas que
solo ellas conocían el sacrificio de llegar hasta donde iban.
Cánticos repetidos. Frases alusivas a los hijos que nunca olvidaremos.
Fiesta... tiñeron a la romería de algarabía descontrolada que nadie quiso
ocultar.
La tierra del buen vino, compañero de muchos festejos, vio como un puñado de
desconocidos se adueñaron de sus calles trayendo el color de su procedencia y
el simbolismo que representaban. La bienvenida de los paisanos del lugar no se
hizo esperar, y entre risas y charlas futboleras la amistad que habían
cosechado hacía ya unos años empujados por la misma pasión aunque por
distintos colores, se ratificaba en cada chasquido que provocaban dos jarras de
cerveza borrachas de tanta ilusión.
El tiempo se me hacía interminable. La ansiedad parecía jugarme una mala
pasada mientras se reía de mis nervios que para esa altura ya no dejaban
rastros de lo que alguna vez fuera mi estómago. Y encima, lo acompañaba el
persistente latido que parecía querer romperme el pecho para desampararme y
regocijarse por sí mismo con todo eso hasta quedar repleto de goles y gambetas.
Camino al escenario, mis piernas ya no respondían y mis ojos, desorbitados, no
podían concebir el color que no cesaba de hipnotizarme desplegándose en ese
lugar tan alejado.
El silbatazo inicial dio comienzo a lo que casi 80.000 almas soñaron durante
toda su vida. Ese chiflido sentenció aquello que hasta allí era alegría, y
fiesta. Todo por culpa del miedo. Sí. Ese miedo que inundó la tribuna
visitante justo cuando un pelotazo venido desde La Paternal se coló por encima
del portero que solo con la mirada atinó a corregir el trayecto que dibujaba
sobre él aquel balón... Mucho más, cuando apenas unos minutos después a ese
cuyano de pelos largos se le ocurrió usar la cabeza. Sí, claro, defendiendo su
ideal. Pero MATÁNDOME junto con un grito estruendoso que me penetró el corazón
como una daga oxidada.
Pero algo debía pasar... Si estabamos ahí, era porque algo tenía que pasar...
El espíritu, que creí que me había dejado solo, volvió a sentarse conmigo
cuando el estadio escuchó que aún seguíamos peleando por una ilusión. Estábamos
a uno de diferencia. A uno nada más...
El segundo tiempo dio una oportunidad justa de respiro a mis pulmones que desde
hacía un par de días no purificaban ese ambiente que me rodeaba para poder
quedarme con todos los detalles que forman hoy parte de este recuerdo
imborrable.
Ya recuperado de esa corta agonía y eufórico por estar como al principio del
encuentro en el marcador, pero con más claridad en la cancha, comencé a
sentirme de Primera... Aunque no lo creía.
Los tres minutos que adicionó quién tenía el derecho de hacerlo fueron
mentirosos. Si hasta hoy estoy convencido de que pasaron largas horas. Pero todo
eso cambió en el momento en que un rebote fortuito quedó en los pies de un
lateral albiceleste.
Las tribunas explotaban en lluvias de colores y paredes altas de humo no dejaban
ver al cielo que expectante observaba como un admirador más. De pronto... todo
se detuvo. El silencio copó el lugar. La pelota se apoyó en la pierna del
delantero que se saca la molesta marca casi sin esfuerzo y con el sonido que
hace el roce del balón en los cordeles, su pierna acompañó la trayectoria del
esférico para que finalmente descanse contra la red que ahora guardaba mi sueño.
Llanto, alegría, furor... son tantas emociones juntas que me quedo solo ahí
parado permitiéndole a mis ojos que le cuenten a mi corazón lo que ven y a mis
lágrimas que expresen lo que él siente.
La garganta seca de saliva pero llena de gritos de gol desborda mi cordura y me
lleva a abrazarme con quienes quizá nunca vuelva ver y que hacía pocos
instantes habían amenazado en una lluvia de piedras la concreción de mis
ilusiones. Con esa gente que al principio quería verme agonizando entre las
telas de mi bandera. Esa misma, quien junto a mí y a tantos otros unieron su
grito para formar uno solo sin distinción de colores.
Piel de gallina. Corazón a mil. Lágrimas desbordantes. Palabras que no salen y
mi anhelo hecho realidad. Mi club, mi camiseta, mi mejor amigo, mi vida, estaban
en Primera División...
Por Nicolás Domenella.